Desde muy pequeña viví con mi abuela y mi madre. A ninguna de las dos
les gustaban los gatos; creían que eran criaturas con un comportamiento
extraño y que transmitían enfermedades incurables. A mi abuela tampoco
le agradaban los perros, así que crecí como una hija única sin mascotas,
lo cual explica por qué tenía dos amigos imaginarios en lugar de uno.
Sin embargo, siempre he tenido una conexión muy cercana con los
animales; los perros callejeros me siguen hasta mi casa, las ardillas
solían visitar mi ventana y una vez que fuimos a un zoológico de esos
que se jactan de tener a los animales en perfecta libertad, fui la única
que se atrevió a cargar a un tigre bebé para tomarnos una foto. Pero
nunca conviví con gatos hasta mucho más adelante, cuando encontré un
grupo de amigos que compartía la característica de tener gatos a
montones.
Estos amigos me presentaron a sus gatos y solían
contar historias de los felinos que habían tenido antes o de los que
dejaban atrás en casa de sus padres. De entre todos los gatos con los
que he convivido en los últimos años, dos han sido particularmente
importantes en mi vida. Se trata de un gato rubio y gordo, al que
llamamos “el Güero” y de una gatita gris con un antifaz blanco, conocida
como “el Arroz”.
El Güero es muy cariñoso; cuando voy de
visita, inmediatamente me busca para que lo acaricie. Con frecuencia, la
gente que lo ve por primera vez dice: “es idéntico a Garfield”, aunque
también se han expresado con un: “ay, qué bonita gatita, ¿cuánto tiene
de embarazada?” No creo que al Güero le importe que lo confundan con una
gatita preñada, debido a la redondez desparramada de su panza,
pues en varias ocasiones ha hecho gala de sus instintos maternales. El
único problema con el Güero es que siempre me hace quedar mal; cuando
voy a su casa y sus dueños me dicen que se ha portado muy bien toda la
semana, casi de inmediato hace una de las suyas para demostrar lo
contrario.
Mi relación con el Arroz es muy diferente; ella es el
primer gato al que conocí desde pequeño, el primer gato al que cargué y
llené de besos, pero de bebé parecía un cachorro de lince en lugar de
una dulce gatita. Cuando la cargaba me mordía y me rasguñaba, y al
regresar a mi casa con las marcas de la lucha del día, mi mamá temía que
hubiera contraído una de esas enfermedades tremendas y quería que fuera
a vacunarme. Cuando creció, dejó de morderme, pero todavía me rasguña
algunas veces cuando considera que ya la apretujé o besuqueé demasiado.
Además, cuando entro a su casa, el Arroz hace su aparición y me mira con
unos ojos que dicen: “sí ya sé que llegaste, pero tú eres la que me
tienes que hacer caso a mí, no viceversa”.
Debo confesar que
cuando paso más de una semana sin ver al Güero y al Arroz, los extraño
tanto como a sus dueños. A veces sueño que yo también tengo dos gatos,
sólo que, por un extraño efecto de esos que únicamente se dan en los
mundos surrealistas, se trata de una gatita rubia y un gato gris con un
antifaz blanco. Espero poder cumplir un día ese sueño para dejar de ser
la niña que no tuvo gatos y la joven que ama a los ajenos, y convertirme
en la auténtica dueña de un felino doméstico.
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