martes, 7 de abril de 2015

Una niña sin gatos, texto de Paulina Gil.


Desde muy pequeña viví con mi abuela y mi madre. A ninguna de las dos les gustaban los gatos; creían que eran criaturas con un comportamiento extraño y que transmitían enfermedades incurables. A mi abuela tampoco le agradaban los perros, así que crecí como una hija única sin mascotas, lo cual explica por qué tenía dos amigos imaginarios en lugar de uno. 

Sin embargo, siempre he tenido una conexión muy cercana con los animales; los perros callejeros me siguen hasta mi casa, las ardillas solían visitar mi ventana y una vez que fuimos a un zoológico de esos que se jactan de tener a los animales en perfecta libertad, fui la única que se atrevió a cargar a un tigre bebé para tomarnos una foto. Pero nunca conviví con gatos hasta mucho más adelante, cuando encontré un grupo de amigos que compartía la característica de tener gatos a montones. 

Estos amigos me presentaron a sus gatos y solían contar historias de los felinos que habían tenido antes o de los que dejaban atrás en casa de sus padres. De entre todos los gatos con los que he convivido en los últimos años, dos han sido particularmente importantes en mi vida. Se trata de un gato rubio y gordo, al que llamamos “el Güero” y de una gatita gris con un antifaz blanco, conocida como “el Arroz”. 

El Güero es muy cariñoso; cuando voy de visita, inmediatamente me busca para que lo acaricie. Con frecuencia, la gente que lo ve por primera vez dice: “es idéntico a Garfield”, aunque también se han expresado con un: “ay, qué bonita gatita, ¿cuánto tiene de embarazada?” No creo que al Güero le importe que lo confundan con una gatita preñada, debido a la redondez desparramada de su panza, pues en varias ocasiones ha hecho gala de sus instintos maternales. El único problema con el Güero es que siempre me hace quedar mal; cuando voy a su casa y sus dueños me dicen que se ha portado muy bien toda la semana, casi de inmediato hace una de las suyas para demostrar lo contrario. 

Mi relación con el Arroz es muy diferente; ella es el primer gato al que conocí desde pequeño, el primer gato al que cargué y llené de besos, pero de bebé parecía un cachorro de lince en lugar de una dulce gatita. Cuando la cargaba me mordía y me rasguñaba, y al regresar a mi casa con las marcas de la lucha del día, mi mamá temía que hubiera contraído una de esas enfermedades tremendas y quería que fuera a vacunarme. Cuando creció, dejó de morderme, pero todavía me rasguña algunas veces cuando considera que ya la apretujé o besuqueé demasiado. Además, cuando entro a su casa, el Arroz hace su aparición y me mira con unos ojos que dicen: “sí ya sé que llegaste, pero tú eres la que me tienes que hacer caso a mí, no viceversa”. 

Debo confesar que cuando paso más de una semana sin ver al Güero y al Arroz, los extraño tanto como a sus dueños. A veces sueño que yo también tengo dos gatos, sólo que, por un extraño efecto de esos que únicamente se dan en los mundos surrealistas, se trata de una gatita rubia y un gato gris con un antifaz blanco. Espero poder cumplir un día ese sueño para dejar de ser la niña que no tuvo gatos y la joven que ama a los ajenos, y convertirme en la auténtica dueña de un felino doméstico. 


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