Se sabe legendario y mágico
Nos mira siempre como a sus inferiores
desde las grandiosas tinieblas milenarias
de Keops o de Karnak, donde era venerado
e inmune a toda terrenal ofensa.
Uno puede admirarlo sobre un mueble mullido
o una consola
sorteando sin romperlos frascos de cristal
y otros endebles ornamentos y espejos,
avanzando entre ellos como un soplo
de seda y fuego.
O bien, podemos verlo sobre el borde pétreo
de un muro en el jardín,
ejecutando largos y estremecedores
conciertos de inmovilidad
con estatuarias dotes sobrenaturales.
Se puede uno topar con él en un estante
–a riesgo de un zarpazo–
confundido entre los bibelotes
de armiño o lana,
o acurrucado en la vitrina de un museo
junto al tranquilo cuerpo disecado
de un felino congénere o cómplice remoto.
En la casa, cuando se halla esculpido
en uno de esos trances de asombrosa quietud,
suele fijar en nosotros, como un dardo,
su gélida mirada
por un tiempo sólo registrable
con uno de esos artefactos fílmicos
de acción continua
aptos para observar el crecimiento
de una planta o una flor.
Sus fosfóricas pupilas
–eso suele decirse–,
son un túnel de luz hacia el infierno.
Uno siente al verlas de reojo
que si intentara sostener la vista sobre ellas
durante dos minutos temerarios
podría llevarlo a enloquecer de pronto,
sufrir algún masivo infarto
o derrumbarse, sangrando por los ojos,
al pie de alguna de esas domésticas deidades.
Texto en voz de su autor:
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