... Durante un insomnio (en los que había caido desde que sabía que sabía tanto), el Mono hizo aún otro descubrimiento sensacional: la injusticia de que el León, que contaba unicamente con su fuerza y el miedo de los demás, fuera su jefe; y él, que si quisiera, según leyó no recordaba dónde, con un poco de tesón podía escribir otra vez los sonetos de Shakespeare, un mero subalterno.
A la mañana siguiente, armado de valor y aclarando una y otra vez la garganta, durante más de una hora expuso al León con largas y elaboradas razones la teoría de que de acuerdo con la lógica más elemental los papeles debían cambiarse, pues para cualquiera con dos dedos de frente era fácil ver cómo lo aventajaba en descendencia y, por supuesto en sabiduría.
El León, que intrigado por el vuelo de una mosca en ningún momento había bajado la vista del techo, estuvo conforme con todo, en ese mismo instante le cambió la corona por la pluma y, asomándose al balcón, anunció el cambio a la ciudad y al mundo.
De ahí en adelante, cuando el Mono le ordenaba algo, el León, siempre de acuerdo, asentía invariablemente con un zarpazo; y cuando el Mono lo regañaba por alguna orden mal entendida o por un discurso mal redactado, con dos o tres; hasta que, pasado poco tiempo, en el cuerpo del nuevo rey, o sea el Mono sabio, no iba quedando sitio del que no manara sangre o cosas peores.
Por último, el Mono, casi de rodillas, rogó al León volver al anterior estado de las cosas, a lo que el León, aburrido como desde hacía mil años, le respondió con un bostezo que sí, y con otro que estaba bien que volvieran al anterior estado de cosas, y le recibió la corona y le devolvió la pluma, y desde entonces el Mono conserva la pluma y el León la corona.
A la mañana siguiente, armado de valor y aclarando una y otra vez la garganta, durante más de una hora expuso al León con largas y elaboradas razones la teoría de que de acuerdo con la lógica más elemental los papeles debían cambiarse, pues para cualquiera con dos dedos de frente era fácil ver cómo lo aventajaba en descendencia y, por supuesto en sabiduría.
El León, que intrigado por el vuelo de una mosca en ningún momento había bajado la vista del techo, estuvo conforme con todo, en ese mismo instante le cambió la corona por la pluma y, asomándose al balcón, anunció el cambio a la ciudad y al mundo.
De ahí en adelante, cuando el Mono le ordenaba algo, el León, siempre de acuerdo, asentía invariablemente con un zarpazo; y cuando el Mono lo regañaba por alguna orden mal entendida o por un discurso mal redactado, con dos o tres; hasta que, pasado poco tiempo, en el cuerpo del nuevo rey, o sea el Mono sabio, no iba quedando sitio del que no manara sangre o cosas peores.
Por último, el Mono, casi de rodillas, rogó al León volver al anterior estado de las cosas, a lo que el León, aburrido como desde hacía mil años, le respondió con un bostezo que sí, y con otro que estaba bien que volvieran al anterior estado de cosas, y le recibió la corona y le devolvió la pluma, y desde entonces el Mono conserva la pluma y el León la corona.
Monterroso, Augusto, La oveja negra y demás fábulas, Joaquín Mortiz, 1969.
Imagen: "León bostezando" (2001), de Declan McCullagh.
3 comentarios:
Yo soy el leon... que siga el mundo con las plumas.
Al rey lo que es del rey: nada puede negársele.
Dediquemos este relato a todos los felinos presos y torturados por aquellos que se creen los dueños del mundo. ¡Libertad, libertad!
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